El 27 de abril de 1961, Norman Mailer publicó su Carta abierta a JFK y Fidel Castro en The Village Voice, en la que vaticinaba que Estados Unidos, gracias al ejemplo heroico de los rebeldes cubanos, no tardaría en ver emerger una turba sediciosa dispuesta a derrocar el tiránico poder que mantenía al sistema en pie. "Ha habido un nuevo espíritu en América desde que entraste en la Habana",[1] le decía Mailer a Castro. Deslumbrado por la temeraria gesta que emprendió en 1956, desembarcando en Niquero con tan solo 82 hombres dispuestos a enfrentar a un ejército de 30.000, lo llamaba el mayor héroe surgido desde la Segunda Guerra Mundial. Aquel heroísmo era turbulento y contagioso. "Como Bolívar", continuaba el escritor, "estabas enviando el viento de una nueva rebelión a nuestros pulmones. […] Estabas ayudando a nuestra guerra."[2]
En efecto, Estados Unidos estaba en guerra contra un letal enemigo que no apresaba los cuerpos sino que mataba el espíritu. "Hemos tenido una tiranía aquí", afirmaba Mailer, "que no tenía las características de la de Batista; era una tiranía que se respiraba pero que no podíamos definir; se sentía nada menos que como la muerte lenta de nuestras mejores posibilidades, como una tensión que no podíamos nombrar, resultado de la suma de nuestras frustraciones."[3]
Las palabras del escritor daban a entender que los jóvenes norteamericanos estaban desahuciados, sumidos en la apatía y la falta de idealismo, reconfortados única e ilusoriamente por las eternas noches de borrachera. Tanto ellos como los intelectuales necesitaban un tonificante espiritual, justo lo que les había dado Castro, munición psicológica para luchar contra las corporaciones, los medios de comunicación, el clero, la policía, los políticos, los editores… "el frío e insidioso cáncer del poder que nos gobierna".[4]
Pero ¿cómo se iban a rebelar los jóvenes norteamericanos? Quienes viajaron por esas fechas a la Isla, volvían con la sensibilidad a flor de piel, ilusionados con la posibilidad de una sociedad distinta y desilusionados con la falta de emoción y heroísmo, el vacío espiritual y el trabajo rutinario y tedioso que ofrecía su propia sociedad. Aunque era improbable replicar en suelo estadounidense las hazañas de Sierra Maestra, algo se podía hacer para salvar el alma de los jóvenes. Susan Sontag fue una de las intelectuales que más se insistió en este tema. Su conclusión, después de pasar por Cuba, fue que "en una cultura que se juzga inorgánica, muerta, coercitiva, autoritaria, estar vivo se convierte en un gesto revolucionario."[5]
Eso significaba que en su país natal los estilos de vida alternativos, la excentricidad existencial y los momentos de éxtasis eran revolucionarios, pues iban en contra de todo lo que representaba el sistema americano. De ahí a decir que lo personal era lo político, el lema que luego haría suyo la Kommune 1 en Alemania, había solo un paso. Mientras los empleados de IBM, General Motors, el Pentágono y la United Fruit eran muertos vivientes, sometidos por un sistema totalitario, los jóvenes que no se dejaban co-optar y renunciaban al sistema educativo, experimentaban con las drogas o se entregaban a las sensaciones hedonistas ofrecidas por la música y el sexo, tenían vidas intensas y apasionadas. Estar vivo era sinónimo de cultivar una individualidad prometeica, sincera, real, no envenenada por las miserias de la vida norteamericana. Y no solo eso, también era una forma de hacer la revolución.
"Atacar el sistema es hacer algo para uno mismo, para mi yo auténtico",[6] apuntalaba Sontag. Esta frase expresaba la más radical propuesta de la Nueva Izquierda y su más flagrante contradicción. La transformación de la sociedad no pasaba por involucrarse en la política ni en los problemas públicos, sino fomentando el más radical individualismo. Max Stirner, autor de El único y su propiedad, volvía a asomar su cabeza. Tanto en Europa como en EE UU, el placer, la euforia, la autoexpresión y el abandono de lo público para ir en busca de un refugio interior, un yo auténtico, un yo prístino, se convirtió en la manera de hacer la revolución social. Los cubanos, los mexicanos, los chinos y los vietnamitas eran maestros que guiaban en ese viaje interior.
No deja de ser curioso que una lúcida intelectual como Sontag haya considerado que para hacer la revolución en EE UU se debía desertar de las aulas —fábricas de trabajadores dóciles— y consumir drogas que disminuyeran la claridad, la eficacia y la productividad. No cabe duda de que un escuadrón de jóvenes hedonistas, con la piel hipersensibilizada debido al sexo y los sentidos hiperestimulados por las drogas psicodélicas, era poco apto como mano de obra barata de las Corporaciones, ese gran enemigo de los radicales norteamericanos. Pero tampoco era garantía de un cambio social que solucionara los problemas de desigualdad e injusticia, ni mucho menos los que tenían que ver con proyectarse hacia el futuro como comunidad. Solo en una época de hiperabundancia, donde las preocupaciones no eran materiales sino espirituales, se podía esperar que una generación de jóvenes con los sentidos nublados y la cabeza asaltada por mil placeres señalara el horizonte hacia el cual debía dirigirse la sociedad.
No es extraño que hubiera sido Sontag, precisamente, la que defendiera las actitudes dadaístas y surrealistas como fórmula secreta para debilitar al sistema norteamericano. Hacia 1966, año en que publicó su influyente Contra la interpretación, difícilmente había en Nueva York alguien más familiarizado con la cultura y las vanguardias francesas como ella. A través de Sontag, la fuerza de la transgresión surrealista cobró nuevo aire. Se adaptó al contexto norteamericano y desplegó las armas de lo irracional y lo azaroso para atacar lo que más odiaban los jóvenes insatisfechos: la masa, la homogeneidad, la normalidad; el gran marco uniformador del estilo de vida americano. El disparate vanguardista permitía dar una nueva vuelta de tuerca al problema de la autenticidad. Si el sistema era artificial, una forma de resistirse a él era la naturalidad; era siendo flexible, relajado, laid-back; era haciendo happenings improvisados y autoexpresivos donde se dejaba salir todo lo que había adentro sin censuras ni los filtros de la convención. Lo que sí resultaba extraño era que Sontag, al tiempo que escribía estas reflexiones sobre la rebelión contracultural estadounidense, hubiera caído hechizada por la Revolución Cubana.
Es extraño porque la revolución que vio en la isla caribeña en 1969 era muy distinta a la rebeldía contracultural de su país. En Cuba sintió energía, vitalidad y el fervor de unos jóvenes capaces de trabajar día y noche sin descanso, lo cual, desde luego, daba ilusión a alguien que venía de una cultura que consideraba agonizante. Pero Sontag también vio rigidez, disciplina, puritanismo revolucionario, moralización de las conductas públicas —pelo corto, eliminación de la pornografía, encierro de homosexuales— y erosión de la individualidad en favor del orden colectivo. Tan llamativa era la diferencia entre las actitudes de la Nueva Izquierda norteamericana y las de los líderes cubanos, que Sontag no tuvo más remedio que urdir una compleja explicación que las justificara.
Según ella, la discrepancia se debía a que Cuba era un país subdesarrollado. Una pequeña isla del Tercer Mundo necesitaba disciplina, esfuerzo y productividad para salir de la pobreza. Todo lo contrario que EE UU, donde se necesitaba hedonismo, rebeldía dadaísta y estilos de vida transgresores que frenaran una sobreproducción que infectaba al país entero con mercancías superfluas e innecesarias. Las dos revoluciones, la cubana y la estadounidense, se desarrollaban siguiendo las necesidades y particularidades de cada sociedad. En Cuba se intentaba crear una conciencia; en EE UU se intentaba desmantelar las estructuras represoras, inculcadas por los padres y la sociedad, con experiencias psicodélicas, psicoanálisis, estilos de vida más simples, neo-primitivismo, espontaneidad; en definitiva, con el conjunto de actitudes que habían llevado al arte norteamericano —jazz, expresionismo abstracto, literatura beat— a sus cuotas más alta de creatividad.
Sontag trató de justificar la rigidez del sistema cubano justo cuando la desconfianza en las promesas de la revolución empezaba a rondar a muchos intelectuales. En el artículo que escribió tras su visita a la Isla, Sontag mencionaba los ataques por parte del Gobierno al poeta Heberto Padilla. Aunque era un síntoma preocupante, le parecía poco plausible que el régimen tomara una deriva autoritaria. El tiempo, sin embargo, le demostraría que su percepción estaba equivocada, y dos años más tarde ocurriría lo que en su visita de 1969 le pareció improbable: Padilla fue encarcelado, acusado de haber colado pasajes contrarrevolucionarios en su poemario Fuera del Juego, y sometido a una farsa judicial que debilitó las ilusiones puestas en la utopía caribeña.
Sontag fue una de las primeras en notar el cambio, y no le tembló el pulso para estampar su firma en la carta que Mario Vargas Llosa envió a Castro protestando por la humillación pública a la que se sometió a Padilla. Luego siguió criticando vehementemente la falta de libertad en Cuba hasta su muerte, e incluso en 2003, en plena Feria del Libro de Bogotá, denunció a García Márquez por su ciega y servil complacencia con el régimen de Castro.
El peregrinaje a Cuba fue una constante entre los intelectuales del Primer Mundo. Sontag, el poeta negro LeRoi Jones y los demás escritores que regresaban de la Isla con el sabor de la ambrosía en los labios, creían reencontrar fuentes de vitalidad extintas en sus países desarrollados. La gran diferencia entre EE UU y Cuba era que allá, por muy duro que fuera el trabajo, por interminables que fueran las jornadas, por penosos que fueran los sacrificios, cuanto se hacía tenía sentido. El esfuerzo estaba justificado porque las energías se canalizaban hacia un fin superior, hacia una meta que llenaba de orgullo y esperanza y, lo más importante, daba plenitud espiritual.
En EE UU ocurría exactamente lo contrario. La seguridad económica de los años de bonanza había desecado el alma. Se vivía en medio del confort con la permanente sospecha de que la vida, al menos la vida verdadera, podía ser mucho más que eso: aventura, emociones, pasiones, todo aquello que parecía latir más allá del horario de oficina y los confortables suburbios norteamericanos.
Quien más ayudó a difundir la idea de que la nueva clase trabajadora norteamericana —la white collar— llevaba una existencia que se debatía entre las comodidades ofrecidas por la tecnología y las terribles frustraciones e insatisfacciones generadas por la monotonía y la falta de aspiraciones, fue el sociólogo Charles Wright Mills, otro de los padres de la Nueva Izquierda estadounidense. Durante la década de 1950, Wright Mills publicó un influyente libro que desgranaban las condiciones laborales de la nueva clase media americana, y otro que mostraba cómo las corporaciones, los complejos militares y los políticos habían conformado nuevas camarillas de poder. Luego, en 1960, ilusionado con la primera revolución que triunfaba en el continente americano, viajó a Cuba y fue uno de los pocos privilegiados que pudo compartir tres días, cada uno de dieciocho horas, con Fidel Castro, quien personalmente lo instruyó en todos los pormenores de la revolución y los proyectos para el esperanzador futuro de Cuba.
No es de extrañar que Wright Mills, el sociólogo norteamericano más influyente de la segunda mitad del siglo XX, fundara su prestigio investigando los cambios sociales y económicos que deslumbraron y frustraron a las generaciones de los cincuenta y sesenta. En White Collar: The American Middle Class, publicado en 1951, hacía un minucioso análisis del nuevo especimen que inundaba las grandes compañías y los grandes almacenes que empezaban a funcionar a todo gas durante la posguerra. Estos empleados de cuello blanco, columna vertebral de la nueva clase media americana, recibían salarios más que decentes, podían acceder a un estilo de vida confortable, adornado, además, con nuevos artículos que aliviaban las fatigosas labores domésticas, pero a cambio debían sacrificar sus vidas en labores mediocres y tediosas. Y no solo eso, había algo mucho peor. La nueva cultura empresarial obligaba al trabajador de cuello blanco a fingir simpatía, interés y cordialidad en todo momento, hasta el punto en que la palabra que mejor describía su conducta era falsedad.
Una falsa sonrisa adornaba su rostro desde que fichaba hasta que se iba, unos falsos modales moldeaban un cuerpo cortés y servicial, una falsa consideración hacía creer que estaba dispuestos a plegarse a cualquier demanda del cliente: todo hacía parte de un nuevo disfraz existencial con el que se firmaban contratos y cerraban ventas, mientras el verdadero yo, el auténtico, el que odiaba a los jefes, despreciaba a los clientes y quería prender fuego a las compañías, se minimizaba en el interior de un caparazón artificial hasta desaparecer.
El mismo año en que Castro desembarcó en Niquero, el sociólogo publicó La élite del poder, otro estudio que mostraba las alianzas entre unas 200 o 300 grandes compañías con el poder político centralizado y el orden militar. Según Wright Mills, desde la Segunda Guerra Mundial la economía se había politizado, y cada vez dependía más de las instituciones y arbitrajes militares. Este reducido círculo del poder estaba tomando decisiones que afectaban a toda la nación.
Se habían lanzado bombas A sobre Japón, se había intervenido en la guerra de Corea, por poco se reproduce un desastre nuclear durante la primera crisis del Estrecho de Taiwán, ¿y quién estaba detrás de todas estos acontecimientos? Pequeños grupos que habían amasado suficiente poder para dar saltos de tal envergadura sin consultar a la opinión pública. Como si esto fuera poco, la vida norteamericana se había mercantilizado por completo. Todos los miembros de la sociedad, por el mero hecho de serlo, se inscribían en una competencia cuyo premio era la riqueza. ¿Que el dinero no daba la felicidad? ¿Que incluso los ricos padecían frustraciones e insatisfacciones existenciales? Tonterías. La sociedad había encarrilado a sus miembros en una carrera donde la riqueza no solo garantizaba la felicidad, sino la libertad.
"En la sociedad norteamericana el hacer lo que se quiere, cuando se quiere y como se quiere, exige dinero. El dinero da el poder, y el poder da la libertad",[7] sentenciaba Wright Mills con desencanto. El sociólogo creía que los ideales de su país habían sido traicionados, y que la lucha del emprendedor por conquistar mercados, truncada por el monopolio de las grandes corporaciones, era un claro ejemplo.
Los problemas no se limitaban solo a los nuevos poderes civiles. Los militares, que hasta la Segunda Guerra Mundial no habían tenido ascendencia sobre el poder político, acababan de construir el Pentágono y empezaban a participar activamente en el diseño de las políticas de Washington y en el ejercicio económico del país. Como si fuera poco, la reciente consolidación de una sociedad de masas, adiestrada por unos medios de comunicación manipuladores, era el escenario donde grupos de interés, repartidos entre las corporaciones, el ejército y el poder político, luchaban por imponer sus prerrogativas.
Las ideas habían dado paso al interés, y la carencia de una ideología en los gobernantes se disfrazaba con un pragmatismo pusilánime. Bajo el lema de la practicidad, cualquiera podía venderle cualquier cosa a la masa. Para Wright Mills, estas estrategias del poderoso para justificar decisiones arbitrarias constituían "la inmoralidad mayor".
A pesar del éxito económico, EE UU se encontraba en pleno declive, con instituciones corroídas, una sociedad embrutecida y trabajadores de cuello blanco alienados. Los viejos valores y los códigos de rectitud habían sido reemplazados por el nuevo valor absoluto, el dinero, y así, con el terreno despejado, emergía el nuevo rey de la sabana: el cínico de "personalidad eficaz", que irradiaba confianza en sí mismo y se desentendía por completo del sentido de la moral y de las virtudes públicas. Hacer carrera en la élite del poder, sentenciaba Wright Mills, suponía hacer creer a los demás, y también a sí mismo, que uno era "lo contrario de lo que en realidad es".[8] Nada raro que la búsqueda de la autenticidad se convirtiera en una de las grandes obsesiones de los jóvenes de los sesenta que renunciaron a estos ideales.
Al igual que los otros intelectuales mencionados, Wright Mills encontró en la revolución cubana la euforia y la vitalidad desterradas de las banales existencias norteamericanas. Su estadía en Cuba, en agosto de 1960, lo llenó de historias, anécdotas, datos e imágenes, que quiso volcar sobre el papel para que sus compatriotas norteamericanos entendieran de una buena vez qué estaba ocurriendo realmente en Cuba. En pocas semanas escribió un librito de casi doscientas páginas, al que bautizó con el punzante título de Listen, Yankee y que, al poco tiempo, se convirtió en best seller. En él, con tono pendenciero, lanzaba un mensaje claro al público norteamericano: ustedes, yankees, sepan que todo lo que han oído o leído sobre Cuba es falso. Lo ocurrido en la Isla nada tiene que ver con la Unión Soviética ni con el comunismo. Lo que intelectuales y revolucionarios tratan de hacer a la sombra de los cocoteros y los cañaverales es recobrar la libertad, la libertad que ustedes, yankees, usurparon al pueblo cubano entablando una sucia connivencia con los monopolios azucareros, el turismo prostibulario y la dictadura de Fulgencio Batista.
Lo más notorio del libro es el punto de vista desde el que está contado. Wright Mills alterna entre la tercera y la primera persona del plural, asumiendo la perspectiva de los revolucionarios cubanos. Es decir, escribe como si también él fuera un cubano hastiado de la opresión norteamericana, que lanza una advertencia a su hostil vecino: si la política del saqueo de EE UU no cambia, dentro de poco el poderoso país del Norte no solo tendrá una, sino diez, quince, veinte Cubas repartidas por todo el continente latinoamericano. 180 millones de personas, hartas de la violencia estadounidense, están dispuestas a enfrentarse al poder imperialista porque a pesar de la cercanía geográfica, Cuba no se considera próxima a EE UU o a la civilización occidental; Cuba no pertenece a ese mundo sino a la civilización de los hambrientos, y sus hermanos no son los rubios monopolistas que se habían apropiado de las plantaciones, sino los africanos, los asiáticos y los latinoamericanos.
"¿Qué significa Cuba?", se preguntaba Wright Mills. Y enseguida contestaba: "Significa otra oportunidad para ustedes".[9] Los yankees cínicos, conformistas o alienados que él mismo, en sus libros, había estudiado con la meticulosidad de un entomólogo, tenían la oportunidad de salvar sus almas si observaban con atención a lo que ocurría en Cuba. La Isla reflejaba mejor que cualquier otro caso las relaciones abusivas que la superpotencia, con su política imperial, había establecido con el Tercer Mundo. Si se analizaba la historia de las relaciones binacionales, se podía ver que desde el Manifiesto de Ostende, redactado en secreto en 1854, EE UU se proponía adueñarse, mediante el pago de dinero a España o el asalto bélico, de Cuba. En el siglo XIX pretendía formar un nuevo estado esclavista, en el XX una colonia de mano de obra barata que supliera las demandas de los monopolios. Esta cadena ininterrumpida de abusos había pasado inadvertida para la población norteamericana, pero no por más tiempo. La revolución cubana obligaba a abrir los ojos. Ya no podían seguir pretendiendo que nada ocurría.
La erosión interna de los valores y los ideales se traducía en un comportamiento despiadadamente agresivo e interesado hacia fuera. Había miseria y violencia en el Tercer Mundo, y el causante era el imperialismo estadounidense. Sus compañías se llevaban las riquezas, y sus gobiernos, a cambio, dejaban armas con las que el gobierno local silenciaba las voces disidentes. ¿Cómo se podía tolerar esa situación? ¿Cómo no sentirse humillado y sucio al ver lo que se hacía en nombre del ciudadano estadounidense?
Listen, Yankee, escrito desde el lado cubano, ponía a Wright Mills del lado de los buenos. Con ese gesto inauguraba una nueva tendencia en la Nueva Izquierda norteamericana, la de no sentirse yankee, la de profesar un furibundo antiamericanismo, la de identificarse con los oprimidos del mundo y culpar, en ocasiones de manera ingenua o injustificada, a los EE UU por todos los males de la humanidad.
Viniendo de un país contaminado por el dinero, el consumo, el mercantilismo, el cinismo y el poder, estos esfuerzos eran síntoma de una búsqueda más profunda, más vital. Como Jack Kerouac, como LeRoi Jones, lo que intelectuales como Wright Mills buscaban era pureza. La manera de desprenderse de la inmundicia estadounidense era volcando los afectos hacia tierras lejanas, tan opuestas al infierno estadounidense como fuera posible, mejor aún si eran sus adversarios. En cuanto a los latinoamericanos, ¿cómo habrían ellos de cortar los hilos del imperialismo corruptor?
Wright Mills no dejaba duda al respecto. La solución pasaba por la lucha guerrillera. Esta forma de resistencia combinaba dos elementos purificadores, el campesino y la montaña, dotándola a ojos del intelectual occidental de una fuerza mística, casi mágica, no solo legítima moralmente sino imbatible. La pluma electrizada de Wright Mills hacía ver a las cuadrillas de guerrilleros como fuerzas invencibles. La guerrilla, afirmaba, "puede derrotar batallones organizados de tiranos, equipados hasta con la bomba atómica".[10] Y así tenía que ser, pues en los demás países de Latinoamérica, al igual que en Cuba, la libertad pasaba por la lucha subversiva. No había otra salida. El imperialismo no daba otra solución.
Afirmaciones tan rotundas como éstas exaltaron a muchos intelectuales latinoamericanos y encendieron las alarmas de los servicios secretos norteamericanos. Carlos Fuentes le dedicó La muerte de Artemio Cruz, refiriéndose a Wright Mills como la "verdadera voz de Norteamérica, amigo y compañero de la lucha de Latinoamérica". El FBI, por su parte, le abrió un expediente y lo mantuvo vigilado.
Cuba empezaba a convertirse en una obsesión. Por un lado, era el espejo que revelaba las impurezas de Norteamérica; por otro, el elixir que salvaría su alma de los vicios imperialistas. La generación de los sesenta vivió con pasión este dilema. Se debatió entre odiar a EE UU y escapar de su manto corruptor, o iniciar una revolución en su suelo para echar por tierra las estructuras que impedían desplegar una vida real y auténtica.
Este fragmento de El puño invisible. Arte, revolución y un siglo de cambios culturales (Taurus, Madrid, 2011), se reproduce con autorización del autor.